Tuve el presentimiento de que en este mundo se da un deseo de especie tal que es como un punzante
dolor. Al levantar la vista y mirar a aquel sucio muchacho, me sentí ahogado por el deseo, pensando:
“quiero cambiarme por él”: pensando: “quiero ser él”. Recuerdo claramente que mi deseo se centraba en
dos puntos principales. El primero de ellos eran los ceñidos pantalones azules, y el segundo era el trabajo
del muchacho. Los ceñidos pantalones destacaban claramente las líneas de la parte inferior de su cuerpo,
que avanzaba con suave agilidad y parecía dirigirse derechamente hacia mí. En mi interior nació una
inexplicable adoración hacia aquellos pantalones. No comprendía por qué.
Me había olvidado de la existencia de Sonoko. Sólo pensaba en una cosa. En que aquel muchacho saliera
a la calle, en plena canícula, y que saliera tal como estaba, medio desnudo, y que iniciara una lucha con
una banda rival. Pensaba en el momento en que una daga penetrara en la faja y rajara aquel torso.
Pensaba en la sucia faja bellamente tinta en sangre. Pensaba en el momento en que el cuerpo herido fuera
depositado en una improvisada camilla, utilizando al efecto un postigo, y fuese devuelto adentro.
Yukio Mishima, Confesiones de una máscara (1949)
¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es
pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño (1635)
¿Qué hay de verdad en lo que sentimos? ¿Hasta qué punto surte efecto el
“autoengaño”? ¿Cómo podemos diferenciar el amor verdadero de aquél que no lo es? ¿Por qué
buscamos destruir y domesticar esa misma belleza que nos atrapa y capta nuestra atención? En
este último sentido, ¿cuál es la razón de nuestra atracción por lo “salvaje” y “primitivo”?
Después de haber redactado y publicado Confesiones de una máscara (1949), el joven Kimitake
Hiraoka (1925-1970), se adentra en la madurez literaria (aunque también existencial) y, con ella,
se inicia su larga y dolorosa metamorfosis en Yukio Mishima.
Mucho se ha venido debatiendo, después de haberse sometido al seppuku junto a su
inseparable Masakatsu Morita, sobre la razón o razones que empujaron al escritor nipón a ser
fiel hasta el extremo a los principios recogidos en el bushido. Se ha llegado a decir que, la falta
de reconocimiento por parte de la Academia Sueca (encargada de galardonar con el Nobel de
Literatura) o el desengaño con un Japón cada vez más occidentalizado, que había abdicado de
su identidad y se había postrado ante su invasor, fueron los detonantes de esta irreversible
decisión. Sin embargo, pese a que tales afirmaciones no dejan de estar fundamentadas, las
causas de este “suicidio ritual” deben buscarse en la profundidad de su dolorida conciencia.
En las Confesiones, contrariamente al estilo agustiniano y muy próximo al Werther de
Goethe, Mishima plasma las contradicciones y dilemas que atormentan a un joven que, en
medio de una coyuntura incierta y marcada por la catástrofe bélica, se rebela y encara
inútilmente contra su propio destino. De esta manera, se ponen de manifiesto sus debilidades y
el sufrimiento que éste alberga dentro de sí, entre otras cosas porque es incapaz de aceptarse a
sí mismo. Esas múltiples “máscaras”, a través de las cuales se pretende presentar ante los
demás, no dejan de ser refugios momentáneos y, más o menos precarios, frente a una cruda e
inexorable realidad que lo atrapa y, finalmente terminará por someterlo. De esta guisa, aquí se
pone de manifiesto la sempiterna y agónica lucha entre nuestro auténtico “yo” (el del alma) y
aquél otro que pretendemos mostrarle a quienes nos circundan (el de la mente y el espíritu).
El protagonista de la obra, Kochan, pugna por huir de sí mismo, pues se ve reflejado en
la fragilidad femenina, y, al tiempo, sueña con y se recrea en la virilidad (caballeresca y
esforzada) de otros hombres a los que no puede poseer ni domesticar. Mientras desprecia la
delicadeza y suavidad de las féminas (con quienes juega incansablemente “al despiste”), busca
consumir y asimilar dionisiacamente la potencia de unos varones hacia los que se siente
fatalmente atraído. Ambos arquetipos encajarían, por lo tanto, con los personajes de Omi, su
atlético compañero de escuela en la adolescencia, y Sonoko, la joven catecúmena cristiana con
quien está a punto de contraer matrimonio.
A ese mismo dilema hubo de enfrentarse, a lo largo de su vida, el autor de la novela,
quien, al igual que su alter ego literario, decidió rendirse ante el esplendor y pujanza de lo
masculino y transformarse, a base de ejercicios gimnásticos y disciplina militar, en el objeto de
sus deseos. Cuando hubo llegado el momento oportuno y, en plena posesión de sí mismo,
decidió destruir aquello que más amaba.
El Nuevo Tahúr (2021)