El Nuevo Tahúr (2021)
– Eso mismo sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha querido crear grandes santos.
Que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han
de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando mira a sus pies.
La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos.
– Abajándose de tal modo, Dios muestra su infinita grandeza. Así como el sol ilumina a la vez a los cedros
y a cada florecilla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor
de cada alma personalmente, como si no hubiera más que ella. Y así como en la naturaleza todas las
estaciones están ordenadas de tal modo que en el momento preciso se abra hasta la más humilde
margarita, de la misma manera todo está ordenado al bien de cada alma.
– En Italia comprendí mi vocación. Y no era ir a buscar demasiado lejos un conocimiento tan importante.
– Yo sólo encontré una [de todas las maravillas de la capital] que verdaderamente me encantara, y esa
maravilla fue “Nuestra Señora de las Victorias”. ¡Imposible decir lo que sentí a sus pies…! Las gracias que
me concedió me emocionaron tan profundamente, que sólo mis lágrimas traducían mi felicidad, como el
día de mi primera comunión… La Santísima Virgen me hizo sentir que había sido ella quien me había
sonreído y curado. Comprendí que velaba por mí y que yo era su hija; y que, entonces, yo ya no podía darle
otro nombre que el de “mamá”, que me parecía mucho más tierno que el de Madre…
– Madre querida [Sor María de Gonzaga], usted no tuvo reparo en decirme un día que Dios iluminaba mi
alma, que hasta me daba la experiencia de los años… Madre, yo soy “demasiado pequeña” para sentir
vanidad, soy “demasiado pequeña” también para hacer frases bonitas con el fin de hacerle creer que tengo
una gran humildad. Prefiero reconocer con toda sencillez que el Todopoderoso ha hecho obras grandes en
el alma de la hija de su divina Madre, y que la más grande de todas es haberle hecho ver su “pequeñez”,
su impotencia.
Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma (1898)
Milagro de virtud en esta gran alma, que nos hace repetir con el Divino Poeta: “venida del cielo a la tierra
para mostrar el milagro” […]. La pequeña Teresa se ha hecho también ella una palabra de Dios […]. La
pequeña Teresa del Niño Jesús quiere decirnos que es fácil para nosotros participar en todas las más
grandes y heroicas obras del celo apostólico mediante la oración.
[A los peregrinos franceses presentes en la Plaza de San Pedro]: Aquí estáis a la luz de esta Estrella –como
nos gusta llamarla– que la mano de Dios quiso que resplandeciera al comienzo de nuestro pontificado,
presagio y promesa de una protección, que nosotros estamos experimentando felizmente.
Pio XI (1922-1939). Discurso con motivo de la aprobación de los milagros necesarios para la beatificación
de Teresa de Lisieux (11/02/1923)
A estas alturas, abordar los escritos espirituales de Santa Teresita del Niño Jesús y de la
Santa Faz (1873-1897) no debería achantarnos ni suponer, para nosotros, ningún desafío. Su
sencillez y efusividad los hacen más agradables y accesibles, a priori, para cualquier lector (sin
importar su condición, creencia o grado de iniciación en la Fe). Empero, su análisis en una reseña,
como las que hemos venido haciendo hasta el momento, supone un reto mayúsculo. No sólo
rompen, material y formalmente, con las obras de los autores precedentes (J. Mishima, G.
Papini, T. Mann y J. M. De Prada), sino que nos obligan a situarnos “delante del espejo”,
obligándonos a reflexionar sobre nuestras propias creencias y el modo de profesarlas en el día
a día. Aparte, otra diferencia fundamental con los prohombres de las Letras que suso hemos
citado, muy curtidos en las disputas y refriegas intelectuales, es su espíritu infantil, humildad,
pequeñez y, ante todo, su amor incondicional por Jesucristo, su Esposo (y, por extensión, a su
prójimo). “El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a
mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante.” (Mc. 9:30-
37).
Dado que no es nuestra intención reescribir la biografía de Santa Teresa de Lisieux (ya
se han ocupado otros de hacerlo con mayor detalle y tino), nos limitaremos a decir que la joven
religiosa normanda (murió con apenas 24 años) se ha convertido en una de las santas más
populares, tanto de Francia (inmediatamente después de su muerte) como de todo el Orbe
Cristiano, por no hablar de la cantidad de aspirantes a la vida religiosa y consagrada que la tienen
como un ejemplo o referente. En lo que respecta a los propios Romanos Pontífices, desde
tiempos de León XIII (1878-1903), quien la conoció en persona y atendió sus deseos de ingresar
en la Orden del Carmen, éstos ya tenían constancia de sus virtudes. Tanto el antedicho papa
(que se mantuvo informado y al tanto de sus progresos) como su sucesor, San Pio X (1913-1914),
la tuvieron en muy alta estima, siendo éste último impulsor de su causa de beatificación (“Esta
es la santa más grande de los tiempos modernos”, llegó a declarar sin ambages). No obstante,
hasta el reinado de Pio XI (1922-1939) no se reconoció oficialmente su santidad. Beatificada en
1923 y canonizada sólo dos años más tarde, fue nombrada en 1927, junto a San Francisco Javier
(1506-1552), Patrona Universal de las Misiones. “Porque todo el que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc. 14:11)
Llegados a este punto, a muchos les seguirá sorprendiendo que una jovencita, cuyos
últimos años de vida los pasó al otro lado de las rejas de un convento, haya llegado a cautivar a
todo el pueblo de Dios e incluso a los mismísimos Vicarios de Cristo. ¿Cómo es posible? La
respuesta la hallamos en su obra Historia de una alma, publicada póstumamente en 1898.
Después de haber pasado ocho años en el Carmelo de Lisieux (1889-1897), la hermana Teresa,
ejemplar en lo que respecta a la observancia de las reglas y constituciones de la Orden, por
petición expresa de la priora conventual comenzó a escribir el relato de su vida, al cual se
añadirían reflexiones, contenidas en misivas, en torno a su vocación o a los principios
vertebradores de Nuestra Fe. Ahora bien, una vez que Teresita marchó a la Morada Celeste, sor
María de Gonzaga (con la aquiescencia, en algunos momentos, de la hermana de Teresa, sor
Inés de Jesús), se dedicó durante años a modificar y tachar algunos pasajes de los manuscritos
originales, en base a los cuales se iban editando las exitosas copias de imprenta. Finalmente, a
la avanzada edad de 86 años, la misma monja que había intentado servirse a conveniencia del
legado de Santa Teresita del Niño Jesús, aceptó que, en 1950, se comenzase a realizar una
depuración y revisión crítica de la Historia, coordinada por el padre carmelita Francisco de Santa
María.
A la hora de recensionar el antedicho libro, siendo su extensión superior a las 300
páginas y cuyo contenido, por su variedad y profundidad, excede el cometido de este modesto
trabajo, hemos decido centrarnos, solamente, en dos de sus partes constitutivas. Aquellas que
consideramos de mayor interés para los lectores de este comentario son, sin duda alguna, los
manuscritos “B” y “C”, donde, entre otras cosas, la santa carmelitana reflexiona sobre su
vocación religiosa. Al respecto de este último asunto, algo que podría parecer sorpresivo es su
deseo de ser “sacerdote” (dignidad a la que, como San Francisco de Asís, debe renunciar), el
cual es simultáneo al de devenir “profeta”, “apóstol”, “mártir”, “cruzado”, “guerrero” (como
su venerada Santa Juana de Arco) o “misionero”. Todo ello por amor y entrega total a Jesucristo,
a quien pretende servir y agradar. Pero, leyendo a San Pablo en su Primera Carta a los Corintios,
encuentra consuelo y reconoce que cada uno de los integrantes del Cuerpo Místico, que es la
Iglesia, realiza su propia función. “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros,
pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un sólo cuerpo, así también
Cristo. Porque por un sólo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, ya judíos o griegos,
ya esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Cor. 12:13).
Otro aspecto importante del ideario teresiano y, en especial, de esta Historia es el lugar
que ocupa la caridad, el motor de todos y cada uno de los carismas. Y, ¿cómo o en qué sentido
se manifiesta aquí la más importante de las Virtudes Teologales [“Tres virtudes hay que ahora
permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más excelente de ellas es el amor” 1 Cor.
13:13]? Precisamente, los cristianos, al recibir del Señor el mandamiento del amor, dejándolo
tomar a Él las riendas de nuestras vidas, seremos capaces de iluminar a los demás con esta luz.
O sea, Cristo, a través de nosotros manifiesta su amor por todos y cada uno de los hombres,
por más difícil e incompresible que ello pudiere resultarnos. Claro está que, para poder
acrecentar ese amor y vencer así las tentaciones demoniacas (siempre invitándonos a buscarle
defectos a los demás), deberemos realizar un esfuerzo, tanto por no juzgar a quien tenemos
delante como por intentar que lo positivo y luminoso (virtudes y buenos deseos) que albergue
en su alma, prevalezca a la hora de formarnos una imagen suya.
Finalmente, la humildad de esta virtuosa mujer (la más excelsa y excelente de todas sus
virtudes) queda de manifiesto cuando ella se identifica con un “pajarillo”. Intentando imitar a
“sus hermanas las águilas” (los grandes santos y santas de Dios), las cuales vuelan cerca del
Divino Sol, este modesta criaturita prueba a remontar el vuelo en medio de las dificultades de
la vida (“las nubes”) que lo tapan. Sin embargo y, a pesar de las muchas “distracciones” (un
gusanillo, un charquito o una florecita) que encuentra, éste, pequeño e insignificante se rinde
ante la magnificencia del Astro Rey que nunca dejara de alumbrarlo con su potente luz.
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