PARQUE JURÁSICO, Michael Crichton, 1990

PARQUE JURÁSICO. Michael Crichton (portada)
PARQUE JURÁSICO. Michael Crichton (contraportada)

Pero ahora -continuó [Ian Malcolm]- es la ciencia el sistema de creencias que tiene centenares de años de antigüedad. Y, al igual, que el sistema medieval que le precedió, la ciencia está empezando a mostrarse inadecuada con el mundo. La ciencia ha obtenido tanto poder que sus límites prácticos comienzan a ser evidentes; es debido a la ciencia, principalmente, que miles de millones de nosotros vivimos en un mundo pequeño, muy apretados e intercomunicándonos. Pero la ciencia no puede ayudarnos a decidir qué hacer con este mundo, o cómo vivir. La ciencia puede elaborar un reactor nuclear, pero no nos puede decir que
no lo construyamos. La ciencia puede fabricar plaguicidas, pero no nos puede decir que no los usemos. Y nuestro mundo empieza a estar contaminado en áreas fundamentales, el aire, el agua y la tierra, como consecuencia de la ingobernable ciencia. -Suspiró-. Todo esto es obvio para cualquiera.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Grant.
Quedó con la vista fija clavada en los velocirraptores ordenados en rígida formación a lo largo de la playa, observando en silencio el barco. Y, de repente, entendió lo que estaba viviendo.

-Esos animales -dijo Gennaro-, están desesperados por escapar de aquí.
– No -repuso Grant-, no quieren escapar en absoluto.
-¿No?
-No: quieren migrar.

Grant se reclinó en su asiento [del helicóptero]. Pensó en los dinosaurios erguidos en la playa y se preguntó
adónde habrían emigrado si hubieran podido; se dio cuenta de que nunca lo sabría, y se sintió triste y
aliviado al mismo tiempo.

¿Quién de entre nuestros lectores no recuerda la legendaria adaptación que de esta obra hizo, en 1993, Steven Spielberg? ¿Alguno no contuvo, acaso la respiración, con los ataques y acechanzas del tiranosaurio o los velocirraptores a los desdichados protagonistas? O, ¿no se maravillaron cuando, desde la ventanilla del avión, los doctores Grant y Sattler divisaron la manada de saurópodos campando a sus anchas por las planicies de la isla Nublar?

Sin embargo, estamos seguros de que no muchos habrán leído la novela que, estimulando la imaginación del director y los guionistas, dio lugar a un filme antológico. Como suele ocurrir en determinadas ocasiones, el paso a la Gran Pantalla (en este caso, además, muy temprano y exitoso) eclipsa la versión original de un relato entretenido a la par que profundo.

No es casual que, en 2022, hayamos decidido volver a adentrarnos en la espesura de una historia que ha marcado (en este caso para bien) la infancia o adolescencia de muchos de nosotros. Y, después de haber visto la decepcionante última entrega de una saga cinematográfica que, a medida que fue pasando el tiempo, se iba desvirtuando a la par que los efectos especiales y el merchandising crecían, sentimos la apremiante y acuciante necesidad de acudir a la fuente (cada vez más lejana y marginada) de la que brotaban todos aquellos prodigios visuales y fuegos de artificio.

En primer lugar, el libro en el que nos estamos basando para hacer la presente recensión fue escrito, a lo largo del año 1989, por el novelista y licenciado en medicina Michael Crichton (1942-2008).

Antes de ser publicado, a comienzos de 1990, la productora estadounidense Amblin Entertainment, sabedora de lo que el autor “se traía entre manos” decidió adelantarse a la competencia y adquirir, así, los derechos de su creación artística, a fin de explotar cinematográficamente una idea que, casi con total certeza, podía valer millones de dólares. Mas, ¿qué era lo que llamó tanto la atención de los acaudalados compradores?

Entre otras cosas, la claridad y soltura con la que se exponían (en un contexto literario) temas de la más rabiosa
actualidad. Más concretamente, desde una óptica crítica, se abordaban dos asuntos relacionados con el estado de cosas reinante en las investigaciones científicas a finales del siglo XX: el crecimiento de la industria y la sofisticación de las técnicas de bioingeniería (comercialización de los cultivos transgénicos, “recreación” de ecosistemas y clonación de seres vivos), sin olvidarnos del desarrollo de la informática (utilización de programas para el almacenamiento de cantidades inmensas de información o la compleja coordinación de sistemas públicos y privados de seguridad).

Ahora bien, en el metraje distribuido tres años después por Universal Studios, todo ello se abordó de manera superflua y tangencial. Si bien es cierto que, ahora, la narrativa era más dinámica y, de esta guisa, conectaba mejor con el Gran Público, el interés de la dirección (como en todas las distopías y biopunks fílmicos) radicaba en el entretenimiento y la espectacularidad de la puesta en escena.

Al igual que ha ocurrido en tiempos más recientes con Harry Potter (J. K. Rowling) o La Canción de Hielo y Fuego (G. R. R. Martin), el Séptimo Arte (unido al fenómeno fan) comenzó a condicionar y mediatizar, formal y materialmente, una creación literaria a la que, a la postre, acabaría devorando.

En segundo lugar, cabe destacar, entre todo el elenco de Crichton, la figura del Dr. Ian Malcolm. Este personaje, un matemático experto en la teoría del caos (cuyos principios salen a relucir desde su primer diálogo) y en computación, desempeña un rol muy similar al de Bazarov en Padres e hijos de Iván Turgeniev (1862). ¿A qué nos referimos? Mayormente, al nihilismo filosófico del que parte el ficticio profesor de la Universidad de Austin, le hace desconfiar, no únicamente, de cualquier garantía de seguridad o contención del riesgo en el Parque, sino de cualquier sistema de pensamiento o filosófico que no se ponga a sí mismo en cuestión constantemente.

Por un lado, en sus reiteradas denuncias y objeciones acerca del desenvolvimiento de Jurassic Park, no vemos sino la voz del autor, quien muestra su preocupación ante la luciferina obstinación de los hombres(apoyados en una ciencia sin límites
morales o éticos) por modelar y reproducir, a su gusto, la vida animal y la naturaleza, sin la menor sombra de duda o cuestionamiento.

Por otro, como les sucede a muchos otros críticos de la delirante y terrorífica deriva de la Modernidad, la censura y los juicios sumarísimos de este hombre de Ciencia (y , por ende, del relator) no van acompañados de una propuesta alternativa al devenir de los acontecimientos, pues es totalmente incapaz de imaginar otro escenario distinto al desgobierno que tiene ante sí.

Desgraciadamente, los oscuros presagios de Malcolm, al respecto del proyecto de Hammond, sí que se cumplen y, de esta forma, el frágil y artificial orden de las instalaciones se quiebra por accidente, adueñándose el descontrol de la isla. En el transcurso, el propio doctor en matemáticas, resulta gravemente herido por una acometida del T-Rex y la mayoría de los integrantes del equipo muere a manos de las antediluvianas bestias.

Por último, no podemos descuidar el personaje de John Hammond. Él, por tanto, y no los temibles saurios es el verdadero antagonista y “villano” de la trama. ¿Cuáles son los motivos para esgrimirlo? Entre otros, su desmedida ambición y megalómanos deseos.

Probablemente, a muchos les sorprenderá este veredicto sobre aquél que, en la película interpreta Richard Attenborough (1923-2014). En ella, lo pintan como un abuelo y padre entregado (invita, durante todo un fin de semana, a los retoños de su hija ante el proceso de divorcio que ésta ha iniciado con su marido), además de un filántropo con gran amor por la ciencia y con gran fe el Progreso.
Empero, Michael Crichton lo concibió y plasmó sobre el papel de manera muy diversa. Se nos presenta como un hombre egocéntrico, soberbio y codicioso a quien no le importaban nada ni nadie (excluyéndose a sí mismo, claro está) y que, frente las clamorosas grietas de su plan, se empecinaba en seguir adelante a cualquier costo, incluso llegando a poner en riesgo la vida de sus mismos nietos y de quienes consideraba sus “amigos”.

En él, vemos reflejada la imagen de los magnates y multimillonarios sin escrúpulos que, muy especialmente, en nuestros tiempos, pretenden cambiar y reestructurar el funcionamiento del mundo en base a sus caprichos y húmedas y oscuras ensoñaciones. Por eso, no es de extrañar que su muerte (indirectamente ocasionada por el jugueteo de Lex y Tim en la Sala de Control), en soledad, después de haber intentado huir y, lo que es peor, a manos de sus criaturas, resulte tan aleccionadora y
moralizante. A diferencia del doctor Moreau de H. G. Wells (1896), quien cae con algo más de dignidad y arrojo en una lucha cuerpo a cuerpo, Hammond acaba siendo fagocitado por los monstruos su propia ambición.

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